Kampala, 29 de noviembre de 2021 – La segunda ola de COVID-19 azotó muy severamente a Uganda. En junio las autoridades anunciaron un cierre total de actividades puesto que las infecciones habían aumentado. Las estadísticas gubernamentales en ese momento mostraron que por cada 100 personas testeadas, alrededor de 20 daban positivo.
En el Centro de Evaluación de la Salud de los Migrantes de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) en la capital Kampala, en donde la organización coordina un centro de testeo para COVID-19, un miembro del personal con un abrigo blanco se coloca un guardapolvos azul, antiparras protectoras, tapabocas y una gorra quirúrgica mientras espera al próximo paciente.
Tabitha Nalumansi, enfermera clínica, sintió el impacto de la COVID-19 de primera mano sobre sus amigos, vecinos y familiares. Fue testigo de la muerte de algunos y sintió mucho miedo cada vez que debía decirle adiós a un pariente o amigo.
“Mi esposo no dejaba que mis hijos se me acercaran; esto era muy triste pero necesario”, dice. “No estaban muy contentos de que yo estuviera trabajando en la primera línea. Pero cuando vieron fotos de mi equipo protector, se sintieron esperanzados”.
Nalumansi es una de los millones de trabajadores de la primera línea de lucha contra la pandemia de COVID-19. Ella comprende los riesgos pero opta por enfocarse en la tarea de salvar vidas.
“Uno mira a las personas, ellas necesitan tu ayuda, y uno tiene la respuesta que ellas necesitan”, dice esta madre de un niño y dos niñas. “Considero que esto es como una guerra, y nosotros seríamos los soldados”.
Se unió a la OIM en 2018, controlando a migrantes y refugiados al inicio del décimo brote del virus del Ebola en la vecina República Democrática del Congo, luego se cambió e incorporó al proyecto de Primera Línea de Defensa (FLoD) de la OIM, la cual ofrece servicios de cuidados de la salud relacionados con la COVID-19 especialmente al personal de Naciones Unidas y a otras personas derivadas por la ONU, a fin de asegurar que las vitales actividades de la organización continuaran. El proyecto, implementado en 18 países, fue diseñado para limitar la necesidad de las evacuaciones médicas.
La historia de vida de Nalumansi comienza en Mukono, a unos 20 kilómetros al este de Kampala. La séptima de 14 hermanos fue mayormente criada por su padre y por su abuela. “No tenían mucho dinero. Pero sí mucho amor”, dice.
Su abuela, enfermera, fue la inspiración para su carrera. “Mi abuela era enfermera profesional, y yo admiraba sus uniformes de color blanco. Ella siempre me dijo que tenía que ser enfermera. Le prometí que nunca la iba a desilusionar”.
Esa resolución, junto a recordatorios incesantes de su padre de que debía “trabajar duro”, le dio forma a la ética de trabajo de una enfermera que, durante cuatro años, cumplía con turnos nocturnos en la Unidades de Terapia Intensiva de los hospitales, a la par que cumplía con responsabilidades familiares y académicas.
“Incluso por más que estuviéramos enfermos, mi padre nos dejaba algo para que hiciéramos. No teníamos libertad en tal sentido. Pero eso me preparó para la vida en este mundo”.
Cuando la OIM le pidió que se uniera a la primera línea de lucha contra la COVID-19 para el testeo, monitoreo de contactos y asesoramiento a pacientes, Nalumansi tuvo miedo. Sus colegas lograron persuadirla para que dejara de preocuparse tanto acerca de la presión mental y la angustia que los trabajadores de salud debían enfrentar durante la pandemia.
“Tenemos un deber de cuidado, pero yo siempre me pregunté si en mi caso había realmente sostenido el deber de auto-cuidado”.
Al llegar a su trabajo temprano en la mañana, ella se aseguraba antes que nada de que hubiera suficientes kits de testeo y tratamiento que iba a utilizar con los pacientes a lo largo del día. En tardes y fines de semanas menos atareados, ella hacía llamados de seguimiento a contactos de COVID-19.
“Estos fueron tiempos anormales. No creo que ninguno de nosotros se hubiera sentado durante una hora completa para almorzar. Me disculpaba por diez minutos, me comía un plátano y tomaba un poco de té, y luego regresaba a las tiendas”, dice Nalumansi.
“Las largas horas no importan si uno está cuidando su salud. Es gratificante comprobar que vale la pena”.
A principio de julio el virus golpeó más cerca del hogar de Nalumansi. Ella estaba atendiendo a un cuñado en una Unidad de Cuidados Intensivos cuando el teléfono sonó: su tía había perdido la batalla contra el COVID-19. Mirando el noticiero se enteró también del fallecimiento de su anterior supervisor, un cirujano pediatra de rango sénior. Días más tarde, le ocurrió lo mismo a una de sus pacientes, colega de la ONU, que había fallecido mientras procuraba cuidados médicos especializados en Nairobi.
“Tuve la sensación de que todas las personas que yo conocía estaban enfermas”, dice, mientras caen lágrimas por sus mejillas. Suspira profundamente y su cabeza se inclina hacia adelante.
Las estadísticas del gobierno muestran que Uganda perdió a 37 trabajadores sanitarios a causa de la COVID-19 entre los meses de junio y agosto. Las cifras incluso podrían ser superiores.
Nalumansi recuerda el horror cuando visitó un hospital y la gente moría en sus coches esperando la provisión de oxígeno, sin poder conseguir una cama. A ella la atrapó el temor.
“En ese momento dejé de vivir. Estaba lista para morir”.
En la clínica de la OIM, Nalumansi y el resto del personal médico hicieron un esfuerzo enorme para registrar a los pacientes, recolectar muestras, realizar pruebas, comunicar los resultados, entregar medicación, asesorar, hacer llamados de seguimiento a los pacientes y sus contactos y brindar cuidados en el hogar.
En junio de 2021, el centro de salud migratoria de la OIM – que ya estaba vacunando a migrantes y refugiados contra la COVID-19 – empezó a ofrecer el servicio de vacunación al personal de la ONU y sus familias, incluyendo la vacunación por medio de equipos móviles que eran enviados a zonas remotas del país para lograr una cobertura mayor.
“A veces llegamos a prestar servicio a 120 personas por día y tu seguridad dependía del grado de cuidado que ponías en el cumplimiento de las tareas”.
En total, desde julio de 2020, el equipo de la Primera Línea de Defensa (FLoD) de la OIM en Uganda prestó servicios a más de 1.850 personas con al menos un servicio sanitario.
Los teléfonos de los equipos sanitarios de la OIM sonaban todo el tiempo. En un día hacían incontables llamados a contactos de pacientes que habían dado positivo. Incluso tarde a la noche, recibían llamados de pacientes y casos de emergencia.
“La enfermería es verdaderamente una vocación”, dice Nalumansi. “También están los que te gritan: ‘¡No vuelvas a llamarme! ¿Por qué no me recupero? ¡El problema eres tú!’
“Es triste, pero los llamamos de nuevo porque entendemos su frustración”.
Lo que ha permitido que los equipos de salud de la OIM pudieran seguir trabajando, dice ella, es la presencia de los pacientes humildes que valoran nuestra tarea, y el hecho de que había más recuperados que fallecidos. Uganda ha registrado cerca de 128.000 casos de COVID-19 y más de 3.250 muertes.
“Siempre le he dicho a la gente que no entre en pánico; dar positivo en la prueba no significa que la vida vaya a terminar”.
Aunque la cantidad de pacientes en la Unidad de la Primera Línea de Defensa de la OIM se ha reducido de forma significativa, los 13 años de experiencia de Nalumansi le dicen que la lucha no ha terminado.
“Es como tener una serpiente escondida en el ropero, en cualquier momento sale y te pica”, dice.
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